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Periodistas o voceros

21/06/2012

09:04

Escrito por: APM

 

Por Carmen del Riego*

 

Apenas 15 artículos de la Constitución española de 1978 –de los 169 que la componen- son los dedicados a reconocer los derechos fundamentales de los ciudadanos y uno de ellos es el que hace del periodismo, y por lo tanto del periodista, una profesión digna de protección. Apenas dos líneas que conforman la letra d) del apartado 1 del artículo 20 de la Constitución dan sentido al trabajo que hacemos todos los días los que nos dedicamos a este viejo oficio. El artículo determina la importancia de esta profesión tantas veces denostada, y por tanto reconoce y protege, entre otros derechos, el que figura en la letra d) del apartado 1: “A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión…”

Es necesario recordar este artículo de la Constitución para que quede claro algo que muchas veces los periodistas, pero también los ciudadanos, confundimos. El derecho a la información o, como dice literalmente nuestra Carta Magna, “a comunicar o recibir libremente información veraz”, no es un derecho de los periodistas, aunque a veces parezca que lo reclamemos como tal. Es un derecho de los ciudadanos. Para los periodistas, este precepto es algo muy distinto, es una obligación. Gran responsabilidad, pues, la que tenemos, ya que somos sujetos activos de un derecho del que los ciudadanos son receptores. Somos el maestro que garantiza el derecho a la educación, o el juez que hace posible la tutela efectiva de las personas para ejercer sus derechos. Somos, en definitiva, una profesión de gran importancia para el ciudadano que vive en comunidad y que necesita entender la sociedad que le rodea, para así poder ejercer de forma más libre otros derechos básicos de la persona, y afrontar con más rigor decisiones públicas que tiene el ciudadano socializado, la más evidente, ejercer la soberanía nacional que en ellos reside y mostrar su voluntad en la configuración de los poderes del estado. No en vano el dramaturgo estadounidense Arthur Miller afirmó que un periódico es “una sociedad hablándose a sí misma”.

El derecho a la información, que tanto invocamos profesionales y ciudadanos, tiene una protección constitucional suplementaria cuando el mismo artículo determina que “el ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa”. Pero el derecho que ampara el periodismo no es absoluto, mal que nos pese a los periodistas, o, mejor dicho, a algunos periodistas, justo aquellos que no entienden el verdadero papel de nuestra profesión y no entienden este oficio como lo que es, un servicio público. Como ocurre con otros muchos derechos fundamentales, el derecho a la información tiene unos límites muy claros que la propia Constitución fija: “El respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las Leyes que lo desarrollan y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”.
 

Las reglas del juego, pues, están muy claras, y todo periodista que lo sea, debe saber y conocer estos límites, regulados en normas, pero sobre todo amparados por el sentido común. Un sentido común que si todos lo aplicáramos desnudo de cualquier interés particular o vanidad, el periodismo ganaría en credibilidad aunque quizá perdiera en espectáculo, y el derecho de los ciudadanos a la información no se resentiría ni se vería disminuido, aunque perdiera el rumor, el morbo.

Esta confrontación de intereses y derechos puede dirimirse con leyes, pero la autorregulación es mejor, siempre que los periodistas asumamos un compromiso, el de aceptar las normas que nosotros mismos nos hayamos otorgado. Los preceptos a cumplir y respetar son claros, y no son un invento de los periodistas españoles. El Código Deontológico que rige, o debería regir, la labor de los profesionales reunidos en la Federación de Asociaciones de la Prensa de España (FAPE), de la que la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) forma parte, se basa en el Código deontológico europeo y consagra, en su preámbulo, lo que la propia Constitución determina: “los periodistas consideran que su ejercicio profesional en el uso y disfrute de sus derechos constitucionales a la libertad de expresión y al derecho a la información, está sometido a los límites que impidan la vulneración de otros derechos fundamentales”.

Baste una somera reproducción de los principios de este Código: “Sólo la defensa del interés público justifica las intromisiones o indagaciones sobre la vida privada de una persona sin su previo consentimiento” o “en el tratamiento informativo de los asuntos en que medien elementos de dolor o aflicción en las personas afectadas, el periodista evitará la intromisión gratuita y las especulaciones innecesarias sobre sus sentimientos y circunstancias”; “El periodista debe asumir el principio de que toda persona es inocente mientras no se demuestra lo contrario y evitar al máximo las posibles consecuencias dañosas derivadas del cumplimiento de sus deberes informativos”, “se evitará nombrar a las víctimas de un delito, así como la publicación de material que pueda contribuir a su identificación” o “el periodista deberá evitar nombrar en sus informaciones a los familiares y amigos de personas acusadas o condenadas por un delito, salvo que su mención resulte necesaria para que la información sea completa y equitativa”.

¿Cuántas veces y cuántos hemos contravenido estas normas, que parecen racionales a una persona mínimamente sensata y se convierten en una excepción cuando se deja de pensar en los ciudadanos a los que va dirigida la información? Los periodistas necesitamos un compromiso de cumplimiento de las normas éticas que deben regir nuestra profesión si no queremos que nos impongan otras más duras y con sanciones penales o administrativas que deberían quedar para corregir otro tipo de conductas.

No es muy conocido, pero los periodistas tenemos una Comisión de Quejas y Deontología que determina las prácticas periodísticas inadecuadas o contrarias a las normas que nos rigen, pero si bien el reproche público debería ser suficiente, la falta de sanción coercitiva deja las resoluciones de la Comisión, muchas veces, en buenas intenciones. Diez resoluciones en 2011, dos en lo que va de este año, pueden dar un ejemplo de las conductas que los ciudadanos más reprochan de las malas prácticas periodísticas. Estas dos últimas resoluciones determinan que los dos medios de comunicación denunciados han vulnerado el Código Deontológico de la FAPE. El diario “20 Minutos”, el artículo 7: “El periodista extremará su celo profesional en el respeto a los derechos de los más débiles y los discriminados”, aunque hay que decir que la propia Comisión alaba como “buena práctica periodística la inmediata reacción rectificadora del periódico digital para evitar la difusión inconveniente de las imágenes denunciadas, así como su declarado propósito de revisar los protocolos internos del medio para evitar la repetición de hechos semejantes en el futuro”. “El Mundo de Baleares”, el artículo que vulneró fue el 13 c, en lo que se refiere al deber de facilitar el derecho de réplica, sin necesidad de que los afectados acudan a la vía judicial.

Resoluciones que expresan nuestro interés porque el periodismo se atenga a unas normas de conducta que den satisfacción a los derechos de los ciudadanos, empezando por el de información, pero también a los que pueden ver vulnerados los suyos.

Pero hay otra práctica que no atenta contra ningún otro derecho fundamental más que contra aquel por el cual debemos velar, el derecho a la información, que no es objeto de ninguna reglamentación y ningún Código Ético, y que hace que los periodistas no cumplamos con esa obligación que el artículo 20 de la Constitución nos impone, la de garantizar el derecho a la información de los ciudadanos.

Cuando los periodistas nos limitamos a reproducir lo que nuestros interlocutores quieren transmitir, sean políticos, empresarios, futbolistas o artistas. Cuando nos quedamos en la anécdota y la frase fácil o resumida de la declaración más ingeniosa o malsonante; cuando elegimos publicar informaciones que en realidad no son del interés general, aunque puedan servir para captar público o crear polémica; o cuando vamos a lo fácil y nos quedamos con el simple comunicado de prensa, la declaración sin preguntas, no estamos cumpliendo con ese sagrado encargo de proporcionar a la sociedad la información que necesita para comprenderla.

Estas prácticas son anteriores a la crisis económica que ha acabado con muchos puestos de trabajo en los medios de comunicación, tradicionales, es decir, escritos y publicados en papel, pero también, a estas alturas, con las ediciones digitales de los periódicos en papel y con los que sólo han nacido en la red. Se fue produciendo una acomodación a estas prácticas que fue empobreciendo la labor periodística y facilitaba el negocio, porque cada vez era necesario menos personal.

Todo empezó con los partidos políticos. Es verdad. Y con la intención de agradar a los políticos por parte de los medios de comunicación, preferentemente, las televisiones. Llegaban las campañas electorales y todo eran problemas sobre las frases que se elegían de los candidatos y las que se emitían, y se optó por la solución más cómoda. Cada cadena de televisión establecía cuándo haría el directo en el mitin y el partido político de turno, porque el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, se acomodó a no decir nada, o cosas sin trascendencia en la parte del mitin que iba dedicada a los asistentes, y a colocar en los treinta segundos, un minuto o minuto y medio, el tiempo es lo de menos, pero lo sabían de antemano, el mensaje que ese día interesaba a su partido o a su candidato. Más fácil para todos, y todos contentos. Todos, hasta el espectador, que no sabe que está todo preparado, que oye un mensaje en un telediario e inmediatamente interpreta que es información, cuando en realidad lo que se está haciendo con ese cambalache es propaganda o publicidad gratuita.

El caso es que el experimento funcionó, y como salía en televisión, los demás medios de comunicación, sobre todo si no estaban en el lugar donde se producía el acto, cogían la misma frase, la que oían en televisión, y la ponían como titular del periódico, y todos seguían contentos. Si el periodista que estaba en el sitio se salía de esta interpretación, y lo que oía no le parece interesante o novedoso, y hacía su crónica con otro elemento que le había llamado la atención, se encontraba al día siguiente con que era la rara avis que no se había enterado de nada, sino que eran los otros los que habían captado el mensaje. Todos los intereses coincidían, y ahí empezó todo.

A partir de ese momento la cosa se fue sofisticando y ya los partidos inventaron la señal institucional. Para qué iba a haber veinte cámaras en un lugar. Ellos recogían y editaban la imagen del acto y la proporcionaban gratis. Véase el inmenso ahorro para la mayoría de los medios de comunicación, que nunca han gozado de una gran bonanza económica. Las cámaras dejaron de ir a los sitios y se servían de la señal “institucional”, hasta que ya de forma oficial se les dijo que no fueran, porque eran muchas y que con la señal institucional bastaba.

Todo se fue admitiendo, y lo que es peor, asumiendo como algo natural. Luego vinieron a por los medios de comunicación escritos y sonoros. Se nos quiso quitar de los lugares donde se producían los hechos y que admitiéramos verlo a través de un circuito cerrado de televisión que transmitía, como no, la señal “institucional” producida por el partido político. Eso, los medios que estaban en el sitio, porque los que no habían acudido, por falta de interés o de medios, se encontraban con notas de prensa redactadas como noticias o cortes de voz con los que alimentar los informativos, que hacían que la labor del periodista, salvo el que trabajaba para el partido de turno, quedara anulada y a los medios les resultara más fácil tener información. ¿De qué calidad? Era lo de menos. ¿Con qué grado de veracidad? No importaba. Se trataba más de salir del paso o de tener contento a quien podía mandar, o a quien mandaba, que de hacer periodismo.

De ahí a las ruedas de prensa sin preguntas, donde los periodistas asistían como comparsas o atrezzo de la declaración, institucional o propagandística, hubo sólo un paso. Y los medios de comunicación lo aceptaron sin rechistar. Se lo aceptaron a los partidos, pero también a los equipos de fútbol, a los empresarios y a los banqueros. Empezaron a trabajar más periodistas en los gabinetes de comunicación de las instituciones públicas, empresas y organizaciones, que en los propios medios de comunicación y se generalizó una práctica, con la que hay que acabar, no porque anule el trabajo de los periodistas, que también, sino porque hay que decir claro que el periodismo es comunicación, pero no toda la comunicación es periodismo. Ahí está también la publicidad y la propaganda, que es legítimo hacer pero que no hay que disfrazar de información porque entonces los propios periodistas estaremos vulnerando el derecho de los ciudadanos a una información veraz.

Nadie podrá pedirnos responsabilidades penales por ello, pero sí debería haber una sanción social, en forma de reproche, por esas prácticas que al fin y a la postre impiden a los ciudadanos acceder a esa información veraz que le dé un sentido a la realidad en la que vive, que le ayude a entenderla y que le permita tomar sus decisiones personales y colectivas de una manera racional, después de conocer los datos y sopesar las alternativas.

En una época en la que las nuevas tecnologías permiten el acceso a más información, aunque menos contrastada y menos contextualizada que nunca, que ha sido la tarea esencial de los periodistas para cumplir con su obligación en relación con el artículo 20 de la Constitución, proliferan los medios de comunicación que se hacen con los mínimos medios posibles, entre ellos, periodistas. Ven las intervenciones de quien quiere salir a la palestra y “colocar” un eslogan disfrazado de información, a través de las páginas webs de los emisores de los mensajes, que poderosos como son, política o económicamente, se gastan una buena partida de sus presupuestos en comunicación, no en periodismo. Y los medios de comunicación se quedan con la frase, aunque quien la escucha no la entienda o no le encaje en el contexto. Da lo mismo, con reproducir el latiguillo basta.

Esto es lo que los periodistas, ahora, tratamos de denunciar. No porque cada vez se quiera hacer más periodismo sin periodistas y estén haciendo irrelevante nuestra profesión, que también, sino por lo que supone de engaño a los ciudadanos y de incumplimiento de un artículo de la Constitución que es tan fundamental como los otros que le acompañan.

Debemos preguntarnos los periodistas, pero los ciudadanos deben acompañarnos en la interrogación, si somos periodistas o voceros. Es decir, periodistas: aquel profesional que se dedica a buscar y recoger información, tratarla y proporcionársela a los ciudadanos, o voceros que, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, es aquella persona “que habla en nombre de otra, o de un grupo, institución, entidad, etc. llevando su voz y representación”.

Enorme diferencia: la de reproducir lo que uno dice y quiere decir, o acercarse a esa información de una manera crítica, de forma que no se acepte cualquier cosa que los poderes públicos les quieran decir a los ciudadanos. Los periodistas somos los segundos.

Trabajemos todos porque vuelva a ser lo que nunca ha debido dejar de ser y vuelva a cumplir la función constitucional que lo convierte en lo que llevó al premio Nobel de literatura y periodista Gabriel García Márquez a decir aquello de que el periodismo “es el mejor oficio del mundo”.

*Presidenta de la Asociación de la Prensa de Madrid

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