La desinformación no es un fenómeno nuevo. Lo que sí es nuevo es su amplitud y la velocidad a la que las informaciones falsas o manipuladas se extienden, gracias a las redes sociales y ciertas plataformas digitales. Y, sobre todo, su propósito. La Red de Periodismo Ético (EJN, según sus siglas en inglés) ha elaborado una definición de las fake news: “información fabricada y publicada con el objetivo de engañar e incitar a un tercero a creer en mentiras o a poner en duda hechos verificables”. Pero las informaciones falsas no solo buscan engañar. Buscan envenenar, ensuciar la credibilidad de las instituciones y de periodismo en general. Buscan que los ciudadanos acaben dudando de todo lo que se publica y pongan en cuestión a toda la profesión periodística.
Por eso, suponen un reto para el periodismo. Nos hacen más necesarios que nunca y legitiman nuestro papel en una sociedad democrática, contribuyendo a que se forme su propia opinión basada en hechos reales y verificables.
¿Cómo? Por supuesto, denunciando de forma clara, con datos, las informaciones falsas. Reafirmando la credibilidad de los medios. Pero también haciendo examen de conciencia: ¿qué ha hecho el periodismo para que las fakes se acepten tan fácilmente? Los medios tienen que reforzar los controles, verificando los hechos, las declaraciones y, sobre todo, el origen de la información. Tienen que garantizar una independencia real de los poderes políticos y económicos. Tienen que mostrar de forma transparente, en consonancia con la transformación del periodismo sus métodos en el proceso de elaborar la información.
Todo esto es innegociable. La búsqueda de la exclusividad a cualquier precio, el afán de ser los primeros, lleva a cometer errores que empañan la credibilidad. Vale más un retraso que una información equivocada. Porque, a la postre, el descrédito de una información falsa recae en toda la profesión.