Me invita la Asociación de la Prensa de Madrid a escribir una crónica sobre anécdotas o vivencias sufridas durante la encerrona dictada para reducir los efectos de la pandemia. Como habrá ocurrido a tantos, la anécdota que conservo más intensamente grabada ha sido el reiterativo desplazamiento en mi despacho para asomarme a respirar el aire de la calle y echar en falta melancólicamente el bullicio escandaloso de tantos días. Nunca se me ocurrió imaginar que el silencio de Claudio Coello me llevaría a extrañar la algarabía de los atascos y la estridencia de las bocinas. Al escribir ahora sobre esa inesperada modalidad de la nostalgia, me alienta el sentimiento y también la convicción de que, cualquiera que sea la circunstancia en que uno se halle, la vida puede seguir mostrándose bella. Pero no lo haré con la tierna intención de desfigurar la realidad, como hacía el protagonista de la película de Benigni. No pretendo idealizar la pesadumbre de una situación, ni camuflarla bajo una parábola bienintencionada, sino comprobar en propia carne que, por mucho que sea el padecimiento, el alma que nos anima está capacitada para afrontarlo.
El hombre siempre ha sido frágil y vulnerable, a merced de una naturaleza que el empeño humano no acabará nunca de domesticar. Durante casi dos meses de diario recorrido dentro de esta habitación, abría la ventana para revivir, respirando el aroma de una calle desterrada, su habitual paisaje urbano. No difería mi actitud de la de otros vecinos que abrían las suyas sin que les inquietara mostrar su intimidad o se interesaran por curiosear en la ajena. No había nada de intrigante en observar cómo algunos se aproximaban a su portal cargados con bolsas de los supermercados cercanos o paseaban cavilosamente enmascarados para aliviar de necesidades a un perro.
Sin ánimo de convertir la mirada en instrumento para descubrir una trama indiscreta que me permitiera reconstruir un drama oculto, el diario deambular en la habitación ansiando las mismas vistas de siempre, se asemejó más a la experiencia del escritor saboyano Josep de Maistre que al relato de Woolrich que inspiró a Hitchcock y remedó Allen. “Espectador efímero de un espectáculo eterno”, me llega a la memoria la lectura de su forzado confinamiento durante cuarenta y dos días en una buhardilla en Turín desde la que solo podía contemplar el tránsito de un horizonte pavimentado o el cielo estrellado del Piamonte turinés. Una experiencia similar en intensidad a la que hemos vivido colectivamente durante tantas semanas en un obligado viaje alrededor de nuestro propio cuarto. El joven de Maistre relató esos días de encierro en Le voyage autour de ma chambre, joya de la literatura francesa, tan apreciada por Proust y otros grandes escritores.
El paisaje a que se abre mi ventana puede interesar a los lectores de esta publicación, porque es el mismo que ellos pueden experimentar cuando llegan a la sede social de la prensa madrileña. Desde mi piso de Claudio Coello adquiero una perspectiva que me alcanza hasta más allá del palacete que reformó Luis Sainz de los Terreros por encargo de Mercedes Castellanos. En esta crónica, evito ilustrar un repliegue melancólico, para describir rasgos de ese escenario abierto a la atención. Cuenta el escritor galo que veía en la colina, tras el Po, la basílica Superga. En la edición que manejo de la colección Austral, el templo figura como “la Supergio”, pero no he visto nunca traducido así el nombre de este impresionante monumento barroco diseñado por Juvarra para conmemorar el fin del cerco de la zona transalpina por las tropas francesas en el siglo XVIII.
Lo que la basílica puede representar en el viaje que condujo a de Maistre, durante su cuarentena en su dormitorio, puede representarlo, en mi caso, el que antaño fue hospital de San Andrés de los Flamencos, ahora Fundación Carlos de Amberes, ubicado a cien metros al sur de la Asociación de la Prensa. Lo veo a diario, durante el continuo trasiego en torno a mis libros y mesa de trabajo. Hace tiempo que dejó de ser el hospital que fue en su origen, en el siglo XVI, un centro para acoger a peregrinos. Hace tiempo que no sirve para lo que sirvió, de hospedaje para belgas necesitados que llegaban desorientados a la villa madrileña. Pero no hace tanto tiempo que la Fundación se instala en este edificio frente al mío, en cuya fachada, más neoclásica que barroca, puede leerse la leyenda, en letras versales, «Fundación Cultural Carlos de Amberes», que recorre todo el exterior del largo dintel.
Este hospital fue construido en el siglo XVII en la calle San Marcos para centro hospitalario de un convento que sirvió de refugio de peregrinos. Felipe III fue patrono de su fundación. Tiempos en que afluían, desde las entonces provincias flamencas del imperio, a la villa y corte. En Madrid residía un representante del impresor flamenco Moretus, Jan van Vucht, quien encargó a Rubens para la iglesia del hospital, un cuadro sobre el martirio de San Andrés. El padre de Moretus fue yerno del célebre impresor y editor Cristóbal Plantino. Rebuscando en mi biblioteca conseguí desempolvar la biografía de Cristobal Plantino que escribió Colin Clair. La edición española numerada es de 1964. La mía es el 198. Comienza así: “Fue el más grande impresor de su tiempo y se cuenta entre esas pocas figuras de gigante que han marcado su arte con el sello del genio”. Esta reconocida familia de impresores prosperó gracias a los encargos editoriales del monarca Felipe II. El antiguo hospital acabó arrumbado a mediados del siglo XIX. La fundación hubiera desaparecido si, a finales del siglo, el rey Alfonso XII no hubiera patrocinado la construcción de una nueva sede. La iglesia de San Andrés de los Flamencos se inauguró el día de San Andrés en 1877. El cuadro de Rubens quedó situado desde entonces en el altar mayor de la que durante más de un siglo fue la primera parroquia del madrileño barrio de Salamanca.
Este inigualable lienzo se sigue conservando en el mural reformado, al fondo de la nave central, tras lo que fue altar mayor. La iglesia fue convertida en 1992 en fundación cultural. El Rubens es un óleo de tres metros de altura y algo más de dos de ancho que conserva el espléndido marco original del siglo XVII. Aunque he visto informaciones que aseguran que estuvo en el museo del Prado hasta 1989, como antiguo parroquiano puedo atestiguar que no es así, excepto si se hubiera trasladado par exposición pasajera. Estuvo en la iglesia mientras hubo culto hasta que murió don Santiago, un párroco que debió nacer canoso, pues, en mi infancia, me parecía eterno. Si antaño fue imagen cotidiana para los feligreses que asistían al rito litúrgico, ahora el cuadro queda excepcionalmente expuesto a la admiración del turismo que lo visita cuando no está de intercambio, en préstamo en algún museo internacional o cubierto por un amplio manto. Mis recuerdos remontan a las misas dominicales con mis padres y a la insistencia de mi madre de que hiciera de monaguillo de don Santiago, sobrino del que luego cardenal Bueno Monreal, a lo cual yo me resistía, menos por timidez que por el temor de que administrara mi disponibilidad mas allá de mis deseos. En mi viaje cotidiano a la ventana, lo primero que veo es la cúpula de la que fue parroquia de San Andrés. Al ver el oxidado tubo metálico que remata ahora el frontispicio, lamento la gratuita amputación de la admirable cruz que lo coronaba. No es posible comprender qué oculta motivación pudo llevar a tan incomprensible estropicio estético. Tras sopesar en el recuerdo la silueta de la bella escultura cruciforme, vuelvo luego la mirada a las casas contiguas a diestra y siniestra de la Fundación.
Los edificios de enfrente tienen balcones a la antigua. Son los mismos que pueden verse a la derecha si alguien se sitúa en Juan Bravo frente a la Asociación de la Prensa. Si rememoro los días de aislamiento, al caer la tarde las luces interiores se encienden anticipándose a las mías. El sol de poniente sigue iluminando mi estancia. Compruebo que enfrente hay banderas españolas. Las han repuesto en estos días y algunas llevan prendidos crespones negros. Hay mañanas en que atisbo por la acera, cómo se acerca Rubén, el novio de la farmacéutica que nos atiende en una farmacia que hace esquina de Padilla con Serrano. Suministra de medicamentos a los vecinos del barrio, pero Sanidad incautó su provisión de mascarillas. A las cuatro, suelo tomar el sol. A las seis coincido con una u otro, vecina o vecino, de las casas de enfrente que salen al balcón para dejar caer la vista como yo, lánguidamente hacia la calzada. Veo a alguno fumar con indolencia. A veces nos miramos y sonreímos, otras rehuimos la mirada cavilosa.
Antes del mediodía suele aparecer una vez a la semana el frutero del Huertico, del Mercado de la Paz. Aunque hicimos al comienzo del destierro un pedido a El Corte Inglés, un grupo de vecinos nos pusimos de acuerdo para encargar alimentos a los puestos del mercado, como el carnicero o el de comestibles, autónomos que arriesgan perder irremisiblemente su negocio. Nos pareció que tienen menos capacidad de aguante que las grandes superficies. El Huertico atiende a nuestra finca urbana regularmente. Llega con su carretilla cargada de frutas, tomates y otras hortalizas, a los que añade encargos hechos telefónicamente a otros establecimientos. Va dejando el suministro en cada inmueble con el comprobante. Somos amigos sin serlo. No conozco su rostro, tras la mascarilla. No sabré identificarle cuando acabe este encierro. Cuando llegue la hora de acercarme físicamente al mercado, tendré que preguntar por esa persona que nos atendió para agradecerle su disposición.
Mis vecinos de piso del patio interior, no están en casa. Estaban en un pequeño apartamento que el marido heredó en Biarritz. A veces, me asomo al patio para ver si han regresado y compruebo que el recinto permanece vacío. Me enviaron un wasap en el que temen no poder regresar, porque el apartamento en que están encerrados es más pequeño que el piso. A cambio de su silencio, oigo correr a los chicos del sexto y ladrar los perros del quinto. Son cuatro jóvenes entre quince y veinte años. Queman energías, hacen gimnasia, estudian y se ofrecen como recaderos en nuestra comunidad. Llaman por si necesitamos algo y ejecutan el encargo como si fuera la principal encomienda de su vida. Como viven en el ático cuentan con una terraza. Está situada dos pisos por encima de mi despacho. Cuando salimos al aplauso vespertino, alguien pone altavoces y la música suena por la calle antes silente. Entonces se incorporan saludos de casas distantes,cuyas fachadas dan a otra calle, pero cuyos interiores se abren al jardín de la Fundación. Sobreviene un ambiente que pretende ser festivo pero se esfuma cuando la megafonía finaliza al cabo de unos diez minutos. Los vecinos se van retirando acompasadamente. Recordando que de Maistre se puso a tatarear al final de su expedición domiciliaria, Locuras de España, eran folias del XVIII, les propuse poner música española, habaneras, pasodobles, chotis... Durante la Semana Santa, nos inundaron de saetas. Suelen terminar con el himno nacional o con el Resistiré del Dúo Dinámico. Que la distancia puede llevar a la melancolía, lo he sentido en muchos lugares, pero nunca tan intensamente como, cuando en este encierro, oigo la España madre querida cantada con el entusiasmo de Rocío Jurado, la Pasión gitana y sangre española por Manolo Tena, la España, camisa blanca por la madrileña Ana Belén; el Viva España popular de Escobar o Mi querida España de la entrañable Cecilia. El acompañamiento musical puede llegar a conmover el silencio de las piedras. Hay pájaros, pero no se les oye piar. No oigo a las palomas revolotear por los tejados. Como de Maistre en su cuarto turinés, llego a pensar en los momentos más nostálgicos que “los recuerdos de la felicidad pasada son las arrugas del alma”.
*(Publiqué anteriormente una versión de este texto en el número 178 de la revista Proa a la mar).
Luis Núñez Ladevéze
Profesor emérito jubilado. Periodista
Historias de la Pandemia
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