Escribo esta minicrónica a finales de octubre del año de desgracia 2020. En el octavo mes de hecatombe sanitaria, social, económica y política.
El coronavirus me dio mala espina desde el principio. Presentía que no estaba de paso. Nadie sabía nada. Se decían cosas inverosímiles y tremebundas sobre la epidemia y su origen en China, incluso con referencias a murciélagos homicidas. Primero, cundió el desconcierto y, luego, el pánico.
Entró en escena una pintoresca troupe de presuntos expertos que salían en la tele a la hora de comer. Unos tipos que me ponían de los nervios con sus extrañas, cuando no estrambóticas, explicaciones. Algunos siguen en activo, torturando al personal con sus grandiosas peroratas.
Un vecino me aconsejó que buscara el equilibrio mental en el cine; el casero, porque ya estábamos confinados. “Las películas relajan, sobre todo las del Oeste”, me dijo. Y empecé a consumir pelis a lo bestia, hasta ocho o diez al día, aprovechando que muchos canales las programan en sesión continua como los viejos cines de barrio.
Inicié el tratamiento antiestrés con “El bueno, el feo y el malo”. Ya en las primeras secuencias comprobé que los tres cochambrosos fulanos me aportaban serenidad con sus fechorías. Por cierto, cuando alborozado se lo comenté a mi jefa, puso una cara muy rara.
Otro célebre wéstern, “Dodge, ciudad sin ley”, también me ha procurado paz y templanza con su descomunal pelea en el “saloon” del pueblo. Incluso, los cascotazos de Bud Spencer y Terence Hill en sus mugrientos espaguetis me tranquilizan. Creo, en fin, que debo continuar el tratamiento porque templa los nervios, alterados por el pavoroso virus y sus angustiosos comentaristas.
Desde hace un par de meses, también recurro a las benditas broncas parlamentarias, tan relajantes o más que las ensaladas de tiros y los guantazos. Todavía estoy bajo los beneficiosos efectos de la estrafalaria Moción de Censura recientemente celebrada. Ante el espanto de mis allegados, la disfruté de cabo a rabo, aunque duró más que cinco visionados seguidos de “Lo que el viento se llevó”. Tuve que cambiar mi horario de comidas y preparé varios litros de café para no quedarme sopa. ¡Pero me lo pasé bomba!
Parecía una película de Berlanga. El presunto Censurador, don Abascal, pretendía censurar al abnegado don Sánchez, pero se lo impidió el cabreado don Casado, que estaba allí de relleno. El tío se calentó y emulando a Harry el Sucio, o sea, a tiro limpio, dejó censurado al Censurador. El estupefacto don Sánchez se quedó de mirón.
Don Iglesias, haciendo pucheros, felicitó a Harry. Doña Lastra también hizo la pelota al titán. No, no se atrevieron a sacarle a hombros.
Acabo de ver, también íntegramente, el cautivador debate del Estado de Alarma, que, como es sabido, fue aprobado por la concurrencia. Otra gozosa y relajante velada parlamentaria. La sesión quedó bien, pero no redonda, porque el astuto don Sánchez se piró cuando el melancólico don Illa dio por terminado el discurso promocional. Sabía que sus señorías, después de la votación, le atormentarían con preguntas maliciosas y rapapolvos variados. Hizo mutis por el foro y dejó a su fiel subalterno de Llanero Solitario. Salvo bandazos de última hora nos esperan seis meses de aúpa.
He aderezado esta croniquilla con gotitas de humor e ironía. A partir de ahora, no podría hacerlo. El panorama es abrumador. Una pandemia apocalíptica. Fiestas clandestinas de Capones. Saqueos y disturbios. Confusión total.
El señor Dios nos coja confesados.
G. Hebrero San Martín
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