José Javier Aleixandre Ybargüen
Ahora que me he decidido a escribir estas líneas, estaba pensando que si yo fuera una purista de libro, este pequeño homenaje tendría que ceñirse de manera concienzuda a los logros profesionales y literarios de José Javier Aleixandre. A sus obras, tanto en poesía como en prosa, que sumaron más de 20 a lo largo de su vida, o a su estilo literario, para cuyo análisis no encuentro mi criterio suficientemente agudo. Tampoco sé si sabría yo analizar los matices de sus mensajes, escondidos en versos que emocionaron a tantos, ni tampoco si conseguiría hacerles entender el porqué de su constante miedo a la muerte, o su maravillosa capacidad para enmudecer a un auditorio mientras leía sus bellos poemas.
Y como estoy segura de que él diría algo así como “para explicar las cosas inexplicables ya está Dios”, permítanme asomarme a la ventana de mis recuerdos y a invitarles a ustedes a hacerlo conmigo, para que puedan entender no solo al escritor, sino también al niño que fue, al esposo, padre y amigo que todos hemos perdido, pero sobre todo a mi abuelo: la persona que me crió y del que he heredado el amor por las letras y el periodismo.
Empezaré por hacer una grave confesión: no fue hasta meses antes de su muerte, a principio de este mismo año, cuando estando el ya muy delicado de salud y tras una fugaz visita a su casa, decidí buscar un ejemplar de “Froilán, el amigo de los pájaros”. Aquel cuento infantil de Jota Jota, como le llamaban sus amigos más cercanos, ganó en el año 1969 el premio Lazarillo de Tormes y yo, con mis 31 años, no lo había leído todavía. Si se hubiese enterado de esto, seguramente se hubiera llevado un buen disgusto –siempre fue un hombre susceptible respecto a su creación–. El caso es que aquel relato para niños me emocionó en lo más profundo. Lo leí de principio a fin en apenas unas horas y sentí una especie de felicidad y desazón a partes iguales difícil de explicar con palabras.
Entonces, pensé en el reconocimiento. Sí, el reconocimiento. Él nunca escondió la necesidad que sentía de ser reconocido, la ansiedad que le producía la incertidumbre de no saber si la gente admiraría o criticaría sus escritos. Fui muchas tardes con él y con mi abuela Julia a la Asociación de Escritores y Artistas, en la calle Leganitos de Madrid, a escucharle recitar versos, presentar libros o simplemente recibir algún tributo. En todas las ocasiones, sin excepción, durante el trayecto en coche, él decía: “Veremos si viene gente o no”, a lo que mi abuela le respondía: “Ay Joselito, qué poco crees en ti mismo”. Y sí, ahora que ya soy adulta y que recuerdo aquella anécdota con perspectiva encuentro en las palabras de mi abuela mucha verdad. Siempre fue un hombre inseguro y temeroso de fracasar; lástima que no estuviera lo suficientemente orgulloso de su arte y también, por qué no decirlo, que ese reconocimiento que tanto deseaba nunca cubriera sus expectativas. Puede que el miedo a ser comparado con el tío Vicente (Premio Nobel de Literatura en 1980) le trajese un poco por el camino de la amargura. Esta suposición, que no es más que eso, me ha rondado siempre por la cabeza, pero nunca me atreví a preguntárselo a Jota Jota, sinceramente porque creo que nunca me hubiera dicho la verdad.
Resulta curioso este sentimiento suyo cuando uno lee los galardones que recibió a lo largo de su carrera. Más de 60 premios literarios, entre los que se cuentan el “San Juan de la Cruz”, el “Francisco de Quevedo” y el “Fernando Rielo” (Mundial de poesía mística). En su hacer también una Hucha de Oro y tres Huchas de Plata, que siempre lucieron orgullosas en uno de los estantes de su despacho y que me llevan a recordar lo que más me gustaba de la literatura de mi abuelo: sus cuentos. En su libro “La revelación del espejo” (Madrid, 1998) hizo una recopilación magistral de sus mejores relatos cortos. Este libro sí lo leí siendo muy joven. Tenía solo 13 años y algunos de estos cuentos marcaron para siempre mi manera de ser y mi forma de escribir. Háganse si pueden con un ejemplar de “El buscador de labios”, “La casa de las tres músicas” o “El precio de la risa” y les aseguro que disfrutarán tantísimo como todos los que hemos tenido la suerte de tenerlos entre nuestras manos. No se trata de amor de nieta, sino de una cuestión de justicia. Son absolutamente maravillosos.
Como buen vasco que era –nació en Irún en 1924–, le gustaba muchísimo comer y era un goloso empedernido. Para que ustedes lo sepan, este hombre que hizo cosas tan apasionantes como ser redactor jefe de la revista “Ateneo” y de “La Actualidad Española”, enviado especial del diario “ABC” en Oriente Medio, director de tres obras de teatro y autor de dos exitosas novelas que pasaron por televisión, escondía sus cajas de bombones en una esquina de su armario y no ofrecía a nadie, excepto a mí (y en contadas ocasiones). Siempre fui la privilegiada de la familia. Es decir, como el más mortal de todos los mortales, esa era su gran debilidad, aunque no lo única.
La otra era Julia. La mujer con la que estuvo casado más de 50 años y con la que tuvo cinco hijos. Hasta su muerte solo había visto llorar a mi abuelo dos veces en la vida, y una de ellas fue en una pequeña reunión que organizó para familiares y amigos íntimos precisamente con motivo de sus Bodas de Oro. Mientras leía unas hermosas palabras sobre la vida que habían compartido juntos, a Jota Jota se le quebró la voz y le costó por unos segundos mantener la compostura. Ella le miraba fijamente con sosiego desde una butaca cercana y solo le dijo “Vamos, José”. Él, sin embargo, no fue capaz de mirarla a ella, y allí comprendí muy bien lo que aquella mujer fuerte y valiente como la que más había significado en la vida de aquel hombre, débil y vulnerable. La marcha de Julia fue, sin duda, el mayor batacazo que sufrió Jota Jota en su vida y el preámbulo del fin de su obra literaria. Durante meses lloró –esta vez muchas veces– sin consuelo su pérdida y dejó de escribir. Volvió a coger la pluma para crear “Solo” (Madrid, 2003), una oda a su desaliento tras la muerte de su “dulcinea”, como dijo en alguna ocasión. “Últimos pasos” (Madrid, 2010) fue su último libro, y en él seguía latente esa ansiedad por la posible llegada de la muerte, que, como dije al principio de este escrito, le persiguió siempre. Quizás fue por la muerte de su padre en la Guerra, cuando él era tan solo un crío de doce años y de la que se enteró espiando detrás de una puerta, según me contó en una ocasión.
Pero la muerte no le llegó a Jota Jota hasta siete años más tarde de aquellos “últimos pasos” en la cama de un hospital y a la que estoy segura de que no tenía ninguna gana de conocer aún, pero para la que por fin sé que estaba preparado (“Bolita, se van marchando todos”, me decía desde hacía años). Y ahora ya le tocaba a él. Se fue en paz, rodeado por su familia y con un bonito regalo de despedida en forma de canción.
Les pido disculpas si esta necrológica no ha cumplido sus expectativas y ha sido, además, demasiado larga. Pero sigo resistiéndome a despedirme de uno de los hombres de mi vida, y sé que este es el adiós definitivo.
¿Les puedo pedir un último favor? Que el auditorio se ponga en pie una vez más y aplauda hasta que le duelan las manos. Lo sé, es un favor muy grande. Pero también sé que Jota Jota nos está mirando a todos desde ahí arriba, deseoso de una última ovación… mientras come un bombón de chocolate.
Leticia Pastor Aleixandre, periodista
Pekín, 2 de mayo de 2017