Salvador Mendieta Torres
Salvador Mendieta fue excepcional en todo lo que hizo y se propuso en su vida. Nacido en Villarrobledo (Albacete), hijo de periodista y de maestra, fue un portento intelectual desde pequeño. Destacó siempre en el plano académico y sus méritos determinaron la concesión de sucesivas becas de estudios, que se le mantuvieron gracias a sus extraordinarios resultados. También le encantaba el ajedrez, afición que conservó a lo largo de su vida y que inculcó a sus hijos, principalmente a su hija Raquel.
Su pasión por el estudio y por el aprendizaje le movió a conseguir tres licenciaturas: la de Psicología, Ciencias de la Información y Derecho, esta última cuando ya contaba con casi 50 años. En los estudios de periodismo obtuvo la máxima calificación y fue distinguido como número uno de su promoción. Pese a las múltiples ofertas profesionales que se le hicieron, decidió participar en unas oposiciones a Televisión Española, en las que ganó la plaza de redactor de plantilla de los Informativos de TVE. Su desarrollo y progresión profesional fue imparable y brillante: fue nombrado redactor jefe, fue enviado especial a Beirut, durante la Guerra del Yom Kipur, donde arrostró auténtico peligro personal, y también a Nairobi, en Kenia. Allí no dejó escapar la oportunidad de explorar la sabana e incluso de seguir a un rinoceronte en taxi, una aventura cuyo recuerdo siempre hizo que se le pintara una inmensa sonrisa en la cara.
Durante cinco años compatibilizó, con gran esfuerzo, su trabajo en Prado del Rey o en el conocido “Pirulí” con su cargo de jefe del Gabinete de Prensa del Ministerio de Hacienda, donde estuvo a las órdenes de cinco ministros sucesivos (entre ellos, siempre destacó a Barrera de Irimo, Villar Mir y Fernández Ordóñez). Sus compañeros a lo largo de 30 años siempre le profesaron gran respeto, cariño e incluso admiración. Su experiencia y su gusto por la narración sin duda hicieron que se decidiera encomendarle la elaboración del “Manual de Estilo de TVE”, tarea que ejecutó con auténtico deleite. A la recompensa del trabajo bien hecho y del reconocimiento de sus colegas se unió la satisfacción por el privilegio y el honor de que la presentación del “Manual” fuera realizada no solo por el director de la Real Academia Española, sino también por nuestro último premio Nobel, Camilo José Cela.
Con la disciplina férrea que le caracterizaba, durante varios años estuvo estudiando y levantándose temprano para escribir una novela. También le dibujó la portada. “Pícaros, farsantes y célibes” vio la luz y quedó finalista del Premio Nacional de Literatura. La pulsión por escribir continuó con otras novelas y cuentos e, incluso cuando los síntomas de su enfermedad comenzaron a imponerle limitaciones, no paró de escribir relatos, que le encantaba entregar a su esposa y a sus hijos para que los leyeran. Años antes, su desbordante imaginación y las experiencias vividas en sus diversos viajes le permitían inventarse múltiples historias, que hacían que Javier y Raquel lloraran de risa en cada cena durante su infancia.
Aunque tuvo un inicio tardío en la abogacía, la ejerció con dedicación y entrega. El que sus dos hijos siguieran sus pasos en el mundo del Derecho siempre le produjo honda satisfacción y orgullo.
Su pasión por el conocimiento le hizo ser autodidacta en distintas áreas: por ejemplo, aprendió inglés y alemán con la simple ayuda de unas cintas de radiocasete (sus hijos siempre le tomaban el pelo diciéndole que era el único caso en la historia del universo), estudió ajedrez (juego en el que Javier y Raquel solo consiguieron ganarle en una única ocasión) y casi con 60 años comenzó a jugar al tenis, deporte que le encantó practicar. A todo ellos se unió la ejecución de múltiples obras de albañilería y constructivas en el chalet que Maripaz y él adquirieron junto a Valdemorillo, y en el que tanto disfrutó los fines de semana y en vacaciones durante décadas.
Fue el compañero inseparable de su esposa, por la que sentía devoción y con la que hacía un equipo extraordinario. El respeto y el cariño mutuo que siempre se profesaron inspiraron a sus hijos. A ellos enseñó a buscar la excelencia, superarse a sí mismos, amar a la familia, ayudar a los demás y conducirse con rectitud. Les ponderó la importancia de no devolver mal por mal, y la necesidad de mirar siempre hacia el futuro con serenidad y confianza en que los obstáculos y dificultades siempre se pueden superar.
Hijo, como tantos, de un tiempo muy difícil. Salvador fue una de esas personas capaz de dejar una impresión permanente en quienes le trataron. De curiosidad insaciable, siempre estaba estudiando algo, ya fuera un nuevo giro en la jurisprudencia del Supremo, un nuevo idioma o el último problema de ajedrez. Como al personaje de Terencio, nada humano le era ajeno. Amante de la letra impresa y del periodismo de raza, conocedor de las sutilezas del lenguaje (como plasmó en su “Libro de Estilo de RTVE, prologado por Cela), era una de esas personas capaces de interesarse por todo y por todos. Una de esas personas con un infinito amor por el Conocimiento, con mayúsculas, en todas las áreas del saber. Una de esas personas capaces de orientarte sobre cualquier cuestión. Y más importante que todo ello, Salvador siempre tenía su puerta abierta para quien pidiese su ayuda, para quien buscase consejo.
Pero lo excepcional de Salvador es que este amor por el estudio, ya de por sí extraordinario, iba de la mano de una voluntad férrea y una capacidad de trabajo encomiable. Frente al fatalismo en el que viven la mayoría de las personas, Salvador siempre demostró que, con esfuerzo y tesón, es posible reinventarse una y otra vez. Como dicen los americanos, Salvador fue una persona que siempre estaba dispuesta a “correr la milla extra”, como dicen los americanos a ir siempre algo más allá de lo necesario, a dar lo mejor de sí mismo, a llegar siempre hasta el final.
En suma, fue un hombre que afrontó su vida con valentía, que asumió desafíos profesionales como ejercer de corresponsal, además de la ya mencionada Kenia, en el Líbano y que no dudó en tomar decisiones difíciles y negándose a aceptar limitaciones externas. Y valentía también en la batalla con su enfermedad, conviviendo con ella 25 largos años.
Le gustaba pintar, la zarzuela, el teatro, la jardinería, el ajedrez, el derecho y los idiomas. Y aquellos dulces andaluces que le traían, en cada bocado, la fragancia de su infancia cordobesa.
Y con todo, su logro principal, la corona a una vida plenamente vivida, fue su familia. Esa familia que fundó con su esposa Maripaz, y a la que dedicó lo mejor de su vida y de su amor. Sus hijos, Raquel y Javier, fueron para él la mejor recompensa a todos sus trabajos y el centro de sus atenciones. Porque el hombre valiente y sereno que acudía a la redacción, al gabinete o al juicio era el mismo hombre que, colgada la corbata en el armario, inventaba historias infinitas para sus hijos, construía casas de muñecas o recitaba poesías. El mismo hombre que les atendía en su enfermedad y les enseñaba, con su ejemplo, a ser dueños de sus propias vidas.
Así fue Salvador y así le recordaremos. Y para quienes no habéis tenido la fortuna de conocerle en persona, no tenéis más que mirar a sus hijos, donde podréis reconocer, sin duda, lo mejor de su padre.
Dejó honda huella en todos aquellos quienes le conocieron. Siempre estaba contento, pese a su aparente seriedad. Fue constante apoyo de su esposa y de sus hijos, quienes contaron con él en todo momento. Su valor al enfrentarse a una enfermedad tan terrible como el párkinson fue extraordinario. Nunca se dio por vencido, y continuamente contó con la compañía, ayuda y los cuidados abnegados de Maripaz. Su resistencia asombró y llegó a desconcertar a los médicos. Le permitió conocer a sus seis nietos, ante los que, pese a su doloroso deterioro físico, siempre sonreía y con quienes intentaba hablar o, al menos, interactuar. Su mirada, ya encerrada en su cuerpo, transmitía felicidad, alegría y orgullo al ver a su familia. Murió tranquilo, arropado por el amor de su esposa, de sus hijos, de sus nietos y del resto de los suyos. No le quedó nada por hacer.
Familiares de Salvador Mendieta Torres
10 de julio de 2018