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José Javier Martínez Laquidain

Adiós, Javier

El pasado 10 de enero, justo cuando toda España -y en especial Madrid- sufría el azote de Filomena, el mayor temporal de nieve que se recuerda por estos pagos en décadas, nos dejó José Javier Martínez Laquidain, el “Laqui”, para muchos colegas de la profesión, y simplemente Javier, para sus amigos.

Javier era el mejor ejemplo de las bondades y cualidades que deben adornar a un buen periodista; buen analista de las situaciones complejas, dialogante y crítico, capaz de resumir de manera clara, lógica e inteligible para todos los aspectos más confusos y contradictorios de la realidad, en especial de la educativa, su especialidad en la que se demostró todo un maestro.

Infatigable buscador de la verdad, a Javier le debo el desembarco en este sufrido y hoy denostado oficio del periodismo. Le conocí en el ya lejanísimo verano de 1967, cuando ambos nos matriculamos en la Facultad de Filosofía y Letras, en los convulsos años del tardofranquismo, y desde entonces fuimos amigos íntimos. Al año siguiente me animó a seguirle a la entonces Escuela de Periodismo, en la que yo me embarcaría un año después, sin abandonar la Facultad donde acabaría la rama de Filología y Literatura Hispánica, mientras él se lanzaba de lleno a hacer periodismo de calle, primero en el diario “Madrid” hasta su cierre, luego en la Editorial Católica, en la agencia Logos, a la sazón dirigida por otro gran profesional, Javier Alonso Osborne, y luego ya en el diario “Ya”, donde muy pronto se hizo cargo de la sección de Educación y Sociedad.

Javier demostró pronto su buen olfato para descubrir la noticia detrás de los hechos; el periodismo de agencia le enseñó a escribir con precisión y concisión, y en el diario aprendió a coordinar el trabajo en equipo y a practicar el mejor periodismo de análisis que yo creo que se ha hecho en su campo. Mientras yo iniciaba mi carrera en la prensa económica, él era ya un maestro en la información de la enseñanza, tanto básica como universitaria, donde sus juicios acertados y sus críticas ponderadas le valieron el respeto de colegas y enseñantes.

Vivió de cerca la avalancha de las sucesivas leyes educativas de este país, las LOE, LOGSE, LOMCE… que nos han llevado al caos actual, y puso de relieve sus escasos pros y demasiados contras, de manera lógica y neutral, sin sarcasmos ni alabanzas. Participó en la euforia de la prensa nacional de los 80 y 90, y tras dejar el “Ya” llevó la sección de educación y sociedad de “El Independiente”, colaboró en el suplemento dominical de “El País” y en Antena 3 Radio, para acabar recalando en el gabinete de prensa de la Universidad Pontificia de Comillas, como director de comunicación del ICAI-ICADE, con un bien ganado prestigio que le valió ser miembro de la Comisión de Comunicación de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE), en representación de su universidad.

Pero, además de su brillante carrera profesional, Javier fue ante todo y sobre todo una buena persona, con la que era prácticamente imposible discutir. No recuerdo en el más de medio siglo de nuestra larga amistad ni una sola discusión, ni un solo enfado. Y eso que solo los amigos más amigos se permiten el lujo de enfadarse… Tenía un sentido del humor fino y una ironía sin malicia que desarmaba a los más acérrimos polemistas. Como muy bien ha dicho Sergio de Otto Soler, que fue compañero suyo en el “Ya”, “en él nunca encontré ningún rastro de maldad, de odio, de resentimiento, todo lo contrario, Javier era, es, ejemplo de empatía y hacedor de convivencia, con unas ganas permanentes de entender, y todo aderezado con un gran sentido del humor. Era imposible estar con ‘Laqui’ cinco minutos y que no surgieran las risas, la sana ironía, la visión positiva de la vida”. Y en efecto, por allí por donde pasó Javier, dejó siempre un rastro de comprensión y simpatía; se le admiraba tanto por su nivel de conocimientos como por su capacidad de exponerlos sin grandilocuencia, su capacidad de síntesis sin presunción de infalibilidad, su empatía y su sencillez, en una profesión donde abundan tantos egos dominantes como la nuestra.

Siendo ambos de la misma quinta -la cosecha del 50-, nos jubilamos al mismo tiempo, aunque él se sentía con fuerza y ganas de prolongar su dedicación profesional, lo que hizo ya de forma voluntaria y generosa como responsable de comunicación de la Real Academia de Doctores de España (RADE) y como consultor de comunicación en asuntos educativos, económicos y de investigación científica. Ya jubilado, mantuvo su incesante actividad como miembro emérito de la Asociación Universitaria de Gabinetes de Comunicación (AUGAC), de la que fue vocal de su Junta Directiva durante dos mandatos, así como ponente y codirector de cursos especializados y de verano. Colaboraba en el Diario Área del Campo de Gibraltar, era miembro del consejo editorial de Ibercampus.es, se mantuvo activo en sus perfiles de LinkedIn y Twitter…

Pero no pudo disfrutar mucho de las mieles de la jubilación. Hace tres años le detectaron un tumor maligno en el estómago, un cáncer con mal pronóstico contra el que él, como buen deportista, no se resignó a dejarse vencer sin luchar hasta el final. Porque lo más sobresaliente de Javier es la extraordinaria entereza y la serenidad que mantuvo hasta su hora final, luchando sin descanso y sin arrojar jamás la toalla ante el combate que todos tenemos perdidos desde que nacemos. Él sabía perfectamente que el final se acercaba, y que los eufemismos como cronificación y neutralización no ocultaban la realidad de una enfermedad sin tratamiento. Pero se mantuvo al pie del cañón, sin dejar de escribir a todos y sobre todo, pese a las cada vez más frecuentes estancias hospitalarias. La pandemia del coronavirus le pilló ya en la fase avanzada del cáncer, pero siguió practicando sus paseos, primero fuera de casa y luego en casa, hasta que el progresivo agotamiento le llevó a pasar más tiempo en el hospital que en casa, cuando la pandemia puso más difícil que nunca su enclaustramiento. “Me aburro soberanamente”, me confesó un día al teléfono desde su reclusión clínica, y eso que no dejó de escribir hasta el último momento, compartiendo mensajes y llamadas desde poco antes de morir.

El 22 de diciembre, día del sorteo de la lotería de Navidad, me llamó para despedirse: “Ya no hay nada que hacer. Te llamo para despedirme, os siento a mi lado”. Me sorprendió su calma y su lucidez, su serenidad ante el último viaje, propia de quien tiene la conciencia tranquila y el alma en paz. No pude aguantar más y me salté el confinamiento; le vi antes del fin de año y le pude dar un último abrazo la víspera de Reyes, pensando que quizá llegaría al día de su cumpleaños, el 13 de enero, cuando habría cumplido los 71… No fue así. Javier nos dejó en silencio, mientras la nieve envolvía Madrid a modo de sudario. Con él ha muerto una parte de mi vida, aunque su recuerdo no morirá jamás entre quienes le conocimos y apreciamos. La maldita COVID-19 y las restricciones del confinamiento me impidieron estar presente en el adiós final, sin poder asistir a sus exequias. Pero siempre estará presente conmigo, como en Ana, su esposa, su hermano Carlos o sus sobrinos Carolina y Federico, que le asistieron hasta el final. Nos ha dejado un gran periodista, pero, sobre todo, un hombre bueno y sabio. Adiós, Javier. Hasta siempre.


Juan Robredo

5 de febrero de 2021