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Gabriel Flores Aragón

Un viejo profesor de filosofía solía decir a sus alumnos que la única búsqueda que de verdad justifica toda una vida es la búsqueda del amor. Ahora que Gabriel se ha ido, y el vacío duele, y sus abrazos no pueden aliviar la tristeza, todos, sin embargo, notamos que podemos respirar su amor. Ese aliento vital es su gran obra.

“Como pareja, siempre pensó en mi felicidad. Me enseñó a no dar importancia a las cosas que me hacían daño, a superar los obstáculos viendo la otra cara de la adversidad”. En muy pocas palabras, Humi, su compañera, dibuja el retrato de Gabriel Flores, esposo, padre, abuelo, reportero gráfico de TVE, nuestro amigo.

Dicen que lo más grande anida en lo más pequeño. Será verdad, porque sus hijos, en este momento del recuerdo, revivimos los fines de semana en los que nos llevaba a caminar y nos enseñaba a coger grillos con una pajita de trigo. Maestro paciente, meticuloso, cercano. Hablamos sobre nuestro padre y aspiramos de nuevo su inconfundible olor a Brummel, y le vemos cuando éramos niños, diciéndonos cómo se deben atar los cordones de un zapato. Siempre ha estado cerca, entonces y después, cuando la vida ha ido poniendo en el camino momentos duros y difíciles.

No muy alto, piel morena, gabardina a lo teniente Colombo y tupé de galán de cine. El peine, siempre en el bolsillo de la chaqueta. Era un sencillo gesto de coquetería en un hombre sin ego, desprendido. La familia y los amigos, cuando hablamos de Gabriel, le recordamos así, retocando su tupé, como una seña de identidad, quizá como un gesto protector para seguir siendo él mismo en la difícil travesía de la existencia.

En los mil y un viajes que hizo como reportero, en todas las partes del mundo a las que llegó con su cámara, en los conflictos bélicos que cubrió profesionalmente, en el día a día, dentro y fuera de las paredes de su hogar, en la salud y en las difíciles horas de su final, Gabriel Flores fue un hombre que no tuvo miedo a la muerte, ni a la vida. Sus compañeros de trabajo lo sabemos porque pasamos juntos muchos momentos. Le hemos visto subir sin miedo a las trincheras, jugársela para conseguir el mejor testimonio gráfico y, al final de una jornada complicada, tentar a la suerte de la guerra pasando al “otro lado”, al otro bando del conflicto solo porque allí era más fácil tomar una cerveza, para regalarse y regalarnos un buen rato de compañerismo. Entonces, él era el maestro y nosotros los aprendices. Nos lanzábamos al mundo confiados en su experiencia vital y profesional, en la bendita ignorancia que nos protegía de mil peligros junto a Gabriel, nuestro hermano mayor. Apenas nos llevaba diez años, el tiempo suficiente para que él ya fuera un hombre, y nosotros unos niños.

Gabriel ha sido el tutor que, cuando éramos “jóvenes e indocumentados”, nos enseñó todo lo que sabía sobre el oficio de reportero, sin miedo a que le adelantáramos por la izquierda y llegáramos más lejos. Solo los “grandes” de verdad se atreven a regalar el conocimiento de forma altruista. Muy pocos escuchan al alumno, al recién llegado, y Gabriel nos escuchaba. Menos aún son aquellos que sienten el orgullo de ver crecer a sus pupilos, y Gabriel lo sentía. Como maestro, fue exigente, nos contagió su amor al trabajo, el pundonor de las cosas bien hechas. Y nos enseñó que el aprendiz debe desterrar el miedo para avanzar.

Así era Gabriel Flores, un hombre generoso, un amante de los placeres sencillos. Noble, vehemente, franco, auténtico. “Trepar” es un deporte que nunca le gustó. Caminó por la vida apoyándose en sus propios pies, desechando la envidia, apartando el rencor, como solo pueden hacer los “grandes”.

Ahora que nos reunimos para rescatar su aliento y sentirle junto a nosotros, sonreímos al recordar cuánto le gustaba manejar el “estativo”, un artilugio de otros tiempos para trabajar cámara al hombro. Gabriel era el mejor con esa versión primitiva de un moderno estabilizador. ¡Trípode fuera, estativo! Cuántas veces se lo hemos oído decir. Nos conmueve pensar que una de sus mayores habilidades fuera precisamente ese elemento rudimentario y mecánico con el que podía estabilizar la imagen, o la vida, que es lo que hay al otro lado de una cámara.

Los recuerdos se amontonan, y llegan un poco desordenados. Cuando se jubiló como reportero gráfico en TVE, sus compañeros le regalamos la maqueta de un “seiscientos”. Los objetos son evocadores, y a Flores aquel cochecito que habíamos comprado con tanta ilusión le hizo llorar. Porque el “seiscientos” de Flores, antes de ser una maqueta, fue un coche de carne y hueso en el que milagrosamente entrábamos todos con nuestros voluminosos equipos de rodaje. Eran otros y buenos tiempos.

“Quedamos para tomar un café cuando esté algo mejor”, nos dijo a los amigos la última vez que le visitamos. Ya sabría, puede que lo supiera, que ese próximo encuentro era cada vez más improbable, pero no había miedo, ni fatalismo en sus palabras. También su esposa Humi le recuerda, hasta el último momento, más preocupado por ella que por su incierto mañana.

Gabriel nos ha querido y nos ha cuidado. La fuerza de las personas que saben amar es una energía indestructible. Hoy y todos los días estará en el beso y el abrazo fuerte que daba a sus nietas antes de despedirse; en el espacio protector que construyó junto a Humi, en la docencia limpia que ejerció como maestro de reporteros. En fin, Gabriel, qué gran tipo... Gracias.

Familiares y amigos de Gabriel Flores