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Manuel Marlasca Cosme

Papá, sigue enseñándonos

Carta de su hijo mayor al maestro de periodistas y la crónica negra

Manuel Marlasca Cosme, con su hijo Manuel. Foto familiar

Un día antes de la muerte de mi padre, yo recordaba en “Espejo público” el crimen de Rufina Sanz Caviedes, una mujer asesinada en Madrid en 1987, uno de los primeros sucesos que yo cubrí como reportero. Mi padre me envió un wasap, como hacía siempre que yo hablaba en televisión de algún suceso que él conociese: “La tiró por la ventana del hotel Miguel Ángel y se tumbó a dormir. El americano que la mató era ingeniero y quiso echar la culpa del crimen al jet lag. Estuve en el juicio y no sabes lo que echo de menos esa vida”. Al día siguiente, mi padre, Manuel Marlasca Cosme, dejó de vivir. Hasta el último aliento no pudo dejar de dar rienda suelta a lo que fue su pasión en sus 72 años: el periodismo, “el mejor oficio del mundo”, como decía una y otra vez. “Hijo de periodista, periodista y padre de periodistas”, rezaba su perfil en Twitter, una red que apenas utilizaba y que le ha hecho trending topic horas después de su fallecimiento. Se reirá cuando le expliquen qué significa eso.

Pasé mi infancia y mi adolescencia en las redacciones en las que vivía mi padre, porque en una redacción no se trabaja, se vive. En la del diario “Pueblo” le recuerdo aporreando frenéticamente su máquina de escribir para acabar antes del cierre una crónica de sucesos, de local o de deportes; echando de su silla al joven periodista que no era capaz de hacer una entradilla redonda para escribirla él; bajando a talleres para ajustar en la linotipia un titular o cogiendo los primeros ejemplares de la rotativa y manchándose las manos de tinta, una de las mejores sensaciones que puede –podía– tener un periodista. Allí, en la sede de “Pueblo” de la calle Huertas, yo era un niño privilegiado que se cruzaba con Arturo Pérez Reverte, Raúl del Pozo, Raúl Cancio, Andrés Aberasturi, Jesús Duva...

A partir de 1987, empecé a coincidir con mi padre allí donde él me enseñó que se hace un periodista: en la calle. Nos veíamos en atentados, secuestros, crímenes, juicios... Yo, escribiendo para distintos periódicos y él, trabajando para Antena 3 Radio, a bordo de su original unidad móvil negra. Buscaba la precisión en la información con tanto empeño como el que ponía en situarse lejos del foco. Alérgico a la egolatría y al divismo, su empeño era siempre transmitir a los que trabajaban con él su pasión por el oficio y convencerles de lo que a mí me convenció muy pronto: el periodismo es un sacerdocio que se ejerce 24 horas al día y siete días a la semana.

En los 90 y en los primeros años de este siglo dirigió informativos de radio y periódicos, pero nunca perdió la pasión por la calle ni dejó de definirse como reportero. Ya jubilado, era incapaz de olvidarse de su profesión. Escuchaba la radio, veía la televisión, leía la prensa, siguió escribiendo allí donde encontraba un hueco, continuó al tanto de la actualidad y era pesimista con el futuro de un periodismo en el que pesan más los egos que la información y en el que los controles de calidad han saltado por los aires. Hace unas semanas, le conté que los periodistas que cubren la información del Congreso de los Diputados se quejaban de que se convocaban ruedas de prensa más allá de las seis de la tarde, porque “no podían conciliar”. Me miró socarrón y me dijo: “Definitivamente, este oficio se va a la mierda”.

Llevo tres décadas ejerciendo este oficio, que para mí también es el más bello del mundo, y sueño con transmitir la mitad de pasión que mi padre transmitía a los que recibimos sus lecciones de vida y de periodismo. Ese era mi padre, Manuel Marlasca, el reportero. Al hombre le definieron mis hijos, Diego y Rodrigo, delante de su féretro: “El abuelo era la mejor persona que hemos conocido”. Papá, desde donde estés, sigue enseñándonos a todos.

 

Manuel Marlasca
Publicado originariamente en "Interviú"
28 de octubre de 2016